jueves, 6 de noviembre de 2025

Democracia, diálogo y razón compartida: una defensa ética

En medio de la aceleración tecnológica, la polarización política y la exaltación de las emociones como brújula social, la democracia enfrenta una amenaza real y profunda: la erosión de la racionalidad compartida, uno de sus sustentos esenciales.   Comencemos por advertir que la legitimidad democrática no puede reducirse a la regla de la mayoría, sino que debe sostenerse en una cultura del diálogo, donde la razón sea el terreno común que permite la diferencia sin violencia. Esta concepción de la democracia no es solo política: es ética porque exige reconocer al otro como interlocutor válido, como sujeto de derechos, como portador de sentido. Porque la democracia no es la hegemonía de las mayorías, sino que la opinión de estas prevalece en convivencia, reconocimiento y respeto a las minorías. 

La democracia, entendida éticamente, no es solo un sistema de votación, sino una forma de vida que exige conversación, escucha y responsabilidad. Cuando el diálogo se sustituye por pulsiones emocionales —el miedo, la indignación, la inseguridad—, se abre paso a formas autoritarias que, aunque revestidas de legalidad, sacrifican las libertades en nombre de la eficacia o el orden. La política, entonces, se convierte en espectáculo, y la ciudadanía en audiencia. La ética democrática, en cambio, reclama deliberación, respeto a la pluralidad y apertura al disenso.  En contraposición, vemos diversas expresiones del populismo como el culto a las emociones: una manipulación constante de ellas que constituye una forma de regresión cívica.  A la par, las redes sociales, lejos de ampliar el espacio público, lo colonizan con maledicencia y popularidad instantánea, generando una perversión de la política.

Uno de los fenómenos más corrosivos es el sesgo de confirmación: la tendencia humana a buscar, interpretar y compartir información que refuerza nuestras creencias previas, ignorando o descartando todo aquello que las contradiga. Así se configuran matrices de opinión con una alta carga emocional y escasa racionalidad.  Este sesgo no solo reafirma la tendencia populista del liderazgo que se orienta por las tendencias en la opinión pública, sino que convierte el diálogo en eco, y el debate en trinchera. En lugar de abrirnos al otro, nos encerramos en burbujas de certeza emocional, donde la razón se diluye y la deliberación se vuelve imposible. En este contexto, la racionalidad y el debate constructivo no son un lujo académico, sino una urgencia ética.

En sus reflexiones recientemente publicadas, Humanidades (2025), Carlos Peña, sociólogo y filósofo chileno, concluye que la filosofía, literatura, historia y las artes en general, son el antídoto contra esta deriva. No porque ofrezcan respuestas técnicas, sino porque enseñan a preguntar por el sentido, a distinguir lo visible de lo invisible, a reconocer que detrás de cada hecho hay una trama de significados que orienta la vida humana. Sin ellas, la política se vuelve cálculo, y la democracia, una fachada.

La inteligencia artificial, por poderosa que sea, no puede reemplazar la intencionalidad humana. Puede simular respuestas, pero no vivir la experiencia de conferirle sentido a la existencia. En este punto, hay que recordar la condición excepcional del ser humano, que somos insustituibles: no por nuestra capacidad de procesar datos, sino por nuestra vocación de comprender, de dialogar, de construir juntos un mundo común.

La ética democrática exige más que procedimientos: requiere una ciudadanía capaz de pensar, de escuchar, de resistir el fanatismo. En medio de la crisis global que vivimos, reafirmar el valor del diálogo racional es un acto cívico de profundo contenido ético y político.  Porque la democracia no se defiende solo en las urnas, sino en cada conversación que se niega a convertir al otro en enemigo, en cada palabra que abre espacio a la convivencia, a la razón por encima de la emoción, a la verdad y no al odio, a la civilización más que a la barbarie. Dialogar no es pecado, es la virtud del demócrata.