jueves, 20 de noviembre de 2025

¿Qué pasará en Venezuela? Parte II

En nuestra entrega anterior analizamos las motivaciones políticas, estratégicas e ideológicas del despliegue militar de Estados Unidos, cuyo foco está en Venezuela y trasciende al mero interés que puedan tener por el petróleo y otras riquezas de nuestro país, tal como muchos afirman con ligereza.  En esa oportunidad nos quedó pendiente explorar si la opinión pública estadounidense es realmente una limitante para el avance en una acción militar en Venezuela. Ese ha sido un argumento común para descartar una eventual escalada del conflicto. Veamos…

Históricamente, la opinión pública en EE.UU. ha sido ambivalente respecto a las intervenciones militares. Aunque existe un rechazo generalizado a “nuevas guerras”, éste suele diluirse si la acción se justifica por razones de seguridad nacional y en defensa del pueblo norteamericano, tal es el caso de la lucha contra el terrorismo o el narcotráfico. También se minimiza cuando se apela al orgullo nacional herido y se invocan amenazas reales o recuerdos que subyacen en la memoria colectiva. Basta recordar el 11 de septiembre para comprender lo que significa el terrorismo para el pueblo estadounidense. Incluso, no es la primera vez que se le pone rostro a ese enemigo externo y moralmente condenable que se construye. Ayer fue Saddam Hussein o Bin Laden, hoy parece tener otro rostro. 

En este sentido, más allá de las diferencias, la puesta en escena y el discurso del presidente Trump ha sido impecable. La narrativa de “American First” no es necesariamente aislacionista. Más bien, puede justificar intervenciones si se presentan como necesarias para “recuperar el lugar que nos corresponde en el mundo”.  Reposicionar a EE.UU. como primera potencia implica más que poder militar. Requiere también movilizar emocionalmente a la población con símbolos de fuerza, justicia y un destino manifiesto que toca las fibras más profundas del orgullo nacional.  Además, en todos los conflictos, igualmente juegan los rasgos de personalidad del líder. 

En efecto, la historia nos recuerda episodios en que la egolatría de un líder, sus ambiciones y deseos de trascendencia se entrelazan en un discurso nacionalista, siempre cautivador de las masas, y las conecta con una idea de grandeza que se proyecta más allá de sus fronteras.  Se despierta un orgullo irracional, un espíritu imperial que subyace en los pueblos y los lleva a apoyar guerras y otras atrocidades contra la humanidad.  Así se explica el Holocausto en medio de una enorme popularidad de Hitler. Y éste no es un caso aislado. 

El discurso de Benito Mussolini sobre la “restauración del Imperio Romano” sedujo a las masas y justificó invasiones en África y la represión interna.  El nacionalismo imperial japonés exaltaba la misión divina de expandirse en Asia y justificó atrocidades como la masacre de Nankín.   Envuelto en la ideología comunista, Stalin apeló al sentimiento nacionalista ruso para legitimar acciones que resultaron devastadoras. Milosevic en los Balcanes, exaltó la “grandeza histórica” de Serbia y justificó limpiezas étnicas en Bosnia y Kosovo.  El genocidio contra los tutsis en Ruanda estaba amparado en una narrativa de superioridad con un claro corte nacionalista. 

En fin, cuando uno piensa en la descomunal fuerza de la retórica nacionalista y entiende que el "sueño americano" descansa en ese espíritu imperial que subyace en la sociedad norteamericana, pone en duda que la opinión pública estadounidense sea realmente un muro de contención a la escalada del conflicto y que esa idea es un argumento infundado de quienes no terminan de asumir la posibilidad cierta de una indeseable confrontación bélica. 

Insistir en ello, es una apuesta incierta que saca a los actores del tablero geopolítico donde se desarrolla este juego de poder, y los conduce a desconocer que la salida real al conflicto está en una negociación: una solución política que no depende tanto de Donald Trump como de quienes ejercen el poder en Venezuela.  Obviamente, no es el gobierno de EEUU quien está en la necesidad de negociar. En otras palabras, serán responsables de lo que pase en Venezuela quienes reiteradamente han desaprovechado todas las oportunidades de diálogo y han cerrado las puertas a una salida democrática, tal como aspira el país. ¿Estarán en capacidad de entender este momento crucial? Ahí está la respuesta a la interrogante que sirve de título a estas reflexiones. ¡Dios bendiga a Venezuela!


jueves, 13 de noviembre de 2025

¿Qué pasará en Venezuela? Parte I

En el imaginario colectivo, una eventual -y a mi juicio, indeseable- intervención militar de Estados Unidos en Venezuela suele explicarse por la codicia de sus recursos: petróleo, oro, coltán, gas, etc. Pero hay otras capas, más profundas y menos visibles, donde se entrelazan las motivaciones políticas, estratégicas e ideológicas de una potencia que busca reafirmar su lugar en el mundo. 

Aproximarse a la realidad no es fácil en un país sometido a la polarización política y dónde impera el "sesgo de confirmación", entendido éste como la tendencia a buscar, interpretar y recordar información de manera que confirme nuestras creencias previas, ignorando o descartando todo aquello que las contradiga. Así se construyen matrices de opinión, distantes de la razón y carentes de objetividad que afectan nuestro juicio sobre la realidad. 

En efecto, desde el gobierno suele simplificarse el asunto a la ambición económica del “imperio”, a la supuesta necesidad de petróleo, etc. Y manipulando el ideal de paz y de soberanía nacional, desconocen su propia responsabilidad: no admiten que hemos llegado a esta situación como consecuencia de sus actos, por su determinación a cerrar la puerta a una salida democrática, como aspira la mayoría del país.  Se desestima una larga historia, donde el 28J es apenas la guinda del pastel.  

Desde sectores extremos de la oposición se invoca a esta acción bélica como si comentaran una película de Netflix, sin considerar las consecuencias, con argumentos fantasiosos y simplistas, por decir lo menos.  Por su parte, sectores opositores moderados más bien desconocen que existe una posibilidad real de que el conflicto derive hacia una situación de guerra.  Califican como "vendedores de humo" a los extremistas -y con razón- pero algunos incurren en la misma ligereza del gobierno al caracterizar el conflicto: creer que los negocios y el petróleo venezolano, es la única hipótesis que explica las acciones del gobierno norteamericano. 

Venezuela como encrucijada del poder: más allá del petróleo 

Si intentamos ver más allá, habría que dar una mirada al tablero hemisférico: Venezuela no es solo un país con riquezas, es un nodo geopolítico. Su cercanía al Caribe, su frontera con Colombia y Brasil, y su acceso a rutas marítimas claves, la convierten en una pieza codiciada en el ajedrez global.  Así las cosas, para EE.UU., permitir que China, Rusia o Irán consoliden su presencia en lo que consideran su área natural de influencia, sería ceder terreno y evitarlo es entonces un objetivo estratégico que trasciende su interés por el petróleo.  No sé trata de lo que Venezuela tiene, sino de revivir la Doctrina Monroe, no como consigna, sino como estrategia de contención en el contexto de la geopolítica global.  Y aunque la retórica evidencia profundas diferencias entre Republicanos y Demócratas, pese a no compartir las formas y a tener intereses contrapuestos, en el fondo hay una comprensión de que el asunto es vital para la preeminencia de EE.UU. como la primera potencia del mundo.

Lo cierto es que el despliegue de fuerzas en el Caribe no apunta necesariamente a una invasión, mucho menos es expresión de la lucha contra el narcotráfico.  Claramente es una demostración de capacidad, una forma de proyectar poder y vigilar movimientos. Venezuela, en este sentido, se convierte en un punto de observación, un radar geopolítico desde donde se monitorean rutas, alianzas y amenazas.  Aun descartando que la hegemonía norteamericana esté en crisis, habría que admitir que -al menos- está en riesgo ante el avance de sus reales adversarios, especialmente China.  De manera que el imperio no necesita petróleo, tanto como reafirmarse. Esto, aunque sea intangible, es determinante y tiene peso específico en la sociedad estadounidense.

Sin dudas, en un mundo multipolar, EE.UU. necesita reafirmar su liderazgo y Venezuela representa una oportunidad para mostrar que aún puede moldear el destino de las naciones. Y no valen las comparaciones con el conflicto en Ucrania o Gaza, estamos hablando de la necesidad de demostrar la influencia norteamericana en su propio hemisferio, como condición indispensable para reposicionarse en el escenario mundial.  O sea, que éste despliegue militar no es solo una cruzada contra Maduro, sino una declaración de que el orden liberal occidental sigue vigente y dispuesto a intervenir. Así, el costo político de un mero repliegue pudiera ser extremadamente alto. 

Algunos sectores del gobierno y de oposición, en la búsqueda de reafirmar sus creencias, insisten en que la opinión pública estadounidense es una limitante para que el gobierno emprenda una acción militar en Venezuela.  ¿Es eso realmente así? ¿Cómo podemos analizar esto, sin desestimar otro ángulo ni desconocer el comportamiento histórico de la sociedad norteamericana? Ese es tema para una próxima entrega. 

Por lo pronto, ofrezco excusas por no dar respuesta a la pregunta que sirve de título a estas reflexiones. Creo que nadie puede responder con exactitud esa interrogante, lo que sí podemos lograr es ampliar las perspectivas para procurar una mejor comprensión del momento. Solo así será posible evitar una dolorosa deriva a la violencia y abrir camino a la paz, no retórica, sino real y duradera. ¡Dios bendiga a Venezuela!


jueves, 6 de noviembre de 2025

Democracia, diálogo y razón compartida: una defensa ética

En medio de la aceleración tecnológica, la polarización política y la exaltación de las emociones como brújula social, la democracia enfrenta una amenaza real y profunda: la erosión de la racionalidad compartida, uno de sus sustentos esenciales.   Comencemos por advertir que la legitimidad democrática no puede reducirse a la regla de la mayoría, sino que debe sostenerse en una cultura del diálogo, donde la razón sea el terreno común que permite la diferencia sin violencia. Esta concepción de la democracia no es solo política: es ética porque exige reconocer al otro como interlocutor válido, como sujeto de derechos, como portador de sentido. Porque la democracia no es la hegemonía de las mayorías, sino que la opinión de estas prevalece en convivencia, reconocimiento y respeto a las minorías. 

La democracia, entendida éticamente, no es solo un sistema de votación, sino una forma de vida que exige conversación, escucha y responsabilidad. Cuando el diálogo se sustituye por pulsiones emocionales —el miedo, la indignación, la inseguridad—, se abre paso a formas autoritarias que, aunque revestidas de legalidad, sacrifican las libertades en nombre de la eficacia o el orden. La política, entonces, se convierte en espectáculo, y la ciudadanía en audiencia. La ética democrática, en cambio, reclama deliberación, respeto a la pluralidad y apertura al disenso.  En contraposición, vemos diversas expresiones del populismo como el culto a las emociones: una manipulación constante de ellas que constituye una forma de regresión cívica.  A la par, las redes sociales, lejos de ampliar el espacio público, lo colonizan con maledicencia y popularidad instantánea, generando una perversión de la política.

Uno de los fenómenos más corrosivos es el sesgo de confirmación: la tendencia humana a buscar, interpretar y compartir información que refuerza nuestras creencias previas, ignorando o descartando todo aquello que las contradiga. Así se configuran matrices de opinión con una alta carga emocional y escasa racionalidad.  Este sesgo no solo reafirma la tendencia populista del liderazgo que se orienta por las tendencias en la opinión pública, sino que convierte el diálogo en eco, y el debate en trinchera. En lugar de abrirnos al otro, nos encerramos en burbujas de certeza emocional, donde la razón se diluye y la deliberación se vuelve imposible. En este contexto, la racionalidad y el debate constructivo no son un lujo académico, sino una urgencia ética.

En sus reflexiones recientemente publicadas, Humanidades (2025), Carlos Peña, sociólogo y filósofo chileno, concluye que la filosofía, literatura, historia y las artes en general, son el antídoto contra esta deriva. No porque ofrezcan respuestas técnicas, sino porque enseñan a preguntar por el sentido, a distinguir lo visible de lo invisible, a reconocer que detrás de cada hecho hay una trama de significados que orienta la vida humana. Sin ellas, la política se vuelve cálculo, y la democracia, una fachada.

La inteligencia artificial, por poderosa que sea, no puede reemplazar la intencionalidad humana. Puede simular respuestas, pero no vivir la experiencia de conferirle sentido a la existencia. En este punto, hay que recordar la condición excepcional del ser humano, que somos insustituibles: no por nuestra capacidad de procesar datos, sino por nuestra vocación de comprender, de dialogar, de construir juntos un mundo común.

La ética democrática exige más que procedimientos: requiere una ciudadanía capaz de pensar, de escuchar, de resistir el fanatismo. En medio de la crisis global que vivimos, reafirmar el valor del diálogo racional es un acto cívico de profundo contenido ético y político.  Porque la democracia no se defiende solo en las urnas, sino en cada conversación que se niega a convertir al otro en enemigo, en cada palabra que abre espacio a la convivencia, a la razón por encima de la emoción, a la verdad y no al odio, a la civilización más que a la barbarie. Dialogar no es pecado, es la virtud del demócrata.